R E L A T O S


EL MALETÍN DE LUPE

(Abril, 2012)


Recién había dejado la cama y me disponía a empezar el día cuando sonó el teléfono. Todavía en el sopor del sueño me costó reaccionar, era poco más de las 8 de la mañana, madrugada para mí. Era Lupe. Su ordenador se rehusaba a funcionar y necesitaba con suma urgencia enviar unos e-mails a un trabajo al que estaba postulando. Mirá, dijo con voz atropellada, el hijo de una amiga se metió a jugar en el computador y le entró un virus, y ahora no quiere funcionar. ¡Maldición! Nunca más permito que alguien toque el computador, si logro que alguien lo arregle. Imagináte, lo compré hace apenas dos años; no es llegar y comprar uno nuevo como me aconseja mi hermano, que es experto en informática, soltó Lupe sin respirar. Desde luego podía venir a mi casa. Yo tenía uno portátil que había dejado mi hijo en casa por inservible, pero que de a poco había ido logrando que recuperara ciertas funciones, entre ellas la conexión con Internet. Voy en una hora, dijo, y cortó. A los 15 minutos llamó de nuevo. Mejor pensaba ir a Lund donde el hermano, a que le revisara el aparato y solucionar el problema de una vez, pero pensándolo mejor lo haría otro día porque estaba haciendo un viento huracanado que seguramente la levantaría con auto y todo. Llego pues, concluyó y cortó.

Aproveché de despabilarme, ir a buscar leña para encender la chimenea de la sala con la que calentaba la casa y preparar café. Eché a andar el ordenador que había acomodado en una mesa cerca de la chimenea. Aunque tengo una habitación destinada a uso de oficina, en los días más fríos me traslado a la sala para aprovechar el calor. Justo cuando había terminado de revisar mi correo golpearon la puerta. Lupe venía enfundada en una gruesa parca azul oscuro y traía en su mano un maletín. Nunca me acostumbraré a andar enfundada en parkas, botas, bufandas y gorros, comentó molesta. Lupe era originaria de El Salvador y el invierno sueco le parecía un atentado a los derechos humanos, Apenas terminó se sacarse sus aperos invernales quiso empezar a trabajar en lo que venía a hacer. Mejor acabo esto de una buena vez y luego hablamos, me dijo, y sin mayores trámites se sentó frente al ordenador y se enfrascó en su cometido.

Lupe cumpliría 64 en tres meses. Se la ve bien conservada y con recursos seductores que la hacen una  mujer atractiva, y vigente. La había conocido hacía más de una década, cuando ambas vivíamos en Lund, pero no había sido hasta que se vino a vivir por estos lugares que nuestra amistad se había hecho más cercana. Habíamos compartido muchas charlas acompañadas de asados, pupusas, pasteles de choclo, tortas de limón, y otras delicias locales y de nuestros respectivos países. Mientras ella estaba en lo suyo, me dediqué a retocar el boceto de mi próxima pintura de la serie de flores que había iniciado hacía un par de años. Lupe me había comprado mi magnífico botón de magnolia, que había bautizado A summer day. Considerando que mi amiga no gasta su dinero así como así, me inclino a pensar que me lo compró de puro solidaria que es. Los artistas normalmente nos movemos a ras de la miseria, y yo no soy una excepción. No me gusta poner títulos a mis pinturas pero por seguir la costumbre suelo bautizarlas con nombres que tienen que ver con situaciones que me han inspirado. El soneto A summer day de Shakesperare me lo había leído un amigo en un inglés que sonaba como música en mis oídos; no sé si por la belleza intrínseca de los versos, por la melodía del inglés o por lo atractivo que encontraba a mi amigo. Como sea, me sentía satisfecha por el resultado de ese cuadro, y de que ella lo tuviera; los artistas experimentamos un extraño dolor cuando una de nuestras obras, por modestas que sea, desaparece del taller donde fueron tomando vida. Saber que alguien cercano las tiene mitiga ese dolor.

Al cabo de diez minutos ya había terminado con lo que tenía que hacer. Bueno, suspiró aliviada, ahora te acepto un café. Nos sentamos frente a la chimenea, cada una en una mecedora y nos dejamos hipnotizar por el fuego. Por fin se podía relajar un poco y hablar. Cómo me enoja la forma indigna que el personal de la oficina de empleos trata a los desempleados, una acaba sintiéndose como una delincuente. Yo he trabajado toda mi vida; te aseguro que este período de cinco meses ha sido una pesadilla. He ido a reuniones sin sentido, he llenado formularios de distinta índole, y sobre todo me he dedicado a buscar trabajo, se quejó amargamente. Lupe es asistente social con cursos especiales en terapia familiar, a lo que se había dedicado los últimos ocho años. No es fácil encontrar trabajo pasados los 60, así que estaba dispuesta a  volver a trabajar hasta como una asistente social recién salida de la escuela.

Se la veía como perturbada con esta indeseada cesantía, y no es que no fuera capaz de enfrentar problemas, fuerza y  determinación le sobraban: es lo que se suele llamar “una mujer de armas tomar”, literalmente. Había sido guerrillera al mando de grupos paramilitares durante la guerra civil de los años 80 en su país. En el calor de la lucha había conocido a un combatiente internacionalista chileno del que se había enamorado y con quien tuvo a su primera hija. La conciencia y el compromiso revolucionario de esos tiempos la instaron a seguir en la guerrilla y dejar a su pequeña en la capital al cuidado de su madre.

Para bien o para mal, la fuerza y el carácter desafiante de la juventud no hace cálculos con la vida: la rodea el halo de la inmortalidad. Los hijos de los guerrilleros crecerían luego en la sociedad para la cual los padres estaban luchando. Sin embargo, el infortunio quiso que a los nueve meses del nacimiento de la niña, el combatiente cayera herido de muerte bajo el fuego enemigo, literalmente a. Su desaparición caló hondo en el alma de Lupe pero no la amedrentó, y ella siguió en la lucha. Poco más de un año después de la tragedia conoció a un compatriota guerrillero con el que inició un romance que terminó en casamiento y en el nacimiento de un niño bien rubio, ¡quien lo iba a decir! pero así son las mezclas en América Latina, donde menos uno lo espera aparece un chele, había comentado alguna vez. Con dos hijos y un marido sintió que la situación familiar la obligaba a pasar a la retaguardia, y hostigada por las condiciones represivas imperantes en la sociedad salvadoreña terminó buscando refugio político en Suecia. Llegó a mediados de los años 80 y después del período inicial en un campamento de refugiados se asentó en Lund, donde vivió durante más de 20 años, hasta que compró una casa en un pueblo cercano a donde yo vivo.

Lupe había desarrollado su vena literaria escribiendo cuentos cortos y poesía. Hacía unos doce años había publicado un librito titulado Cuentos de la guerra, donde relataba vivencias de su época de guerrillera. Su gran proyecto era escribir una novela, cuando tuviera tiempo suficiente; pero hasta ahora el trabajo y la familia habían coartado esta aspiración, aunque hacía varios años que los hijos habían partido a formar hogares propios.

Justo cuando la hora de jubilarse le tocaba los talones se había quedado sin trabajo: mal momento. Los cinco meses de cesantía, tal vez suficientes para escribir la novela, o al menos empezarla, no habían servido: el estrés se había apoderado de su voluntad y de su capacidad creadora. En vez de relajarse empezó a tener todo tipo de enfermedades cutáneas que curaba con distintas cremas, aspirinas y fricciones con la resina de una una planta de aloe que tenía en casa. Con seguridad conseguiría el trabajo al que había postulado porque experiencia en el área le sobraba; aunque hasta que no tuviera la confirmación en sus manos no podría dormir tranquila. En realidad ella no daba la impresión de tener momentos tranquilos, excepto tal vez los del sueño, que son sagrados: su férrea disciplina la manda a la cama a las nueve y media de la noche y a las 6 del día siguiente ya está en actividades.

La conversación del café versó sobre su plan de construir una casa en Costa Rica, donde se iría a vivir después de su jubilación. Allí estaría cerca de su país y podría vivir barato, sin bajar el nivel de vida que llevaba en Suecia. Estaba llevando a cabo este proyecto con su tercer marido, un español con pinta de Francisco Pizarro que había conocido hacía mucho y cuya existencia había actualizado después de que el padre de su hijo, a los 55 años, decidiera dejar el hogar para ir en busca de su juventud perdida en su país de origen. Al parecer, el hombre había encontrado rápidamente el tesoro perdido en una jovencita achacada por la obesidad, con quien a los nueve meses de conocerla había tenido una hija. Ahora vivía como los jóvenes: con una familia recién formada, subsistiendo apenas con trabajos esporádicos, viviendo de allegado en casa de la suegra, sin la ansiada libertad para hacer lo que le viniera en gana y, para infortunio del paraíso juvenil, con la próstata recordándole su fecha de nacimiento a cada rato.

Lupe a es muy independiente pero eso no significa que le agrade vivir sola. Si le falta un marido se las arregla para encontrar un reemplazo, de modo que mantiene su cuadro familiar cambiando solamente el coprotagonista. El español con el que contrajo terceras nupcias es originario de Granada y resultó ser un encanto de hombre, muy comprometido con la causa del matrimonio y el plan de irse a Costa Rica a pasar los últimos años de vida que le quedan, que en cuestión de números fríos serían algunos más que los de su mujer. Mientras tanto, los pocos años que llevaba en Suecia se las había arreglado trabajando en distintos oficios que poco o nada tenían que ver con su profesión de electricista.

Ya hemos comprado el terreno, me contó para mi sorpresa, lo cual demostraba una vez más que no hacía castillos en el aire. José se fue a pasar una temporada a Costa Rica a conseguir permisos de construcción y ver cómo resolveremos cuestiones prácticas, siguió contando. Se estaba quedando en casa de una amiga de los tiempos de la guerra en la que confiaba ciegamente, así es que estaría bien atendido. Nos vamos de aquí a dos años, venderemos nuestra casa y nos llevaremos lo indispensable, concluyó. Me pregunté si entre lo indispensable estaría A summer day, o terminaría en algún húmedo sótano a la espera de alguien que lo rescatara. 

Mirá, por qué no te vas tú también, me tentó. Podés vivir bien, el clima es ideal, la gente es acogedora y yo tengo un círculo social bien establecido, siguió argumentando.  Playa todo el año y frutas exóticas por doquier, pensé echando a volar mi imaginación. Pero pronto salí de ese estado de ensoñación al que lleva la fantasía del paraíso terrenal: el calor intenso y la playa no son algo que me seduzca especialmente y la completa soledad en un país extraño menos, aunque Lupe, generosa como siempre, me ofreciera compartir sus amigos. Le agradecí y rechacé su propuesta con el argumento, muy cierto, de que no me atrevía a empezar en otro país sola después de mi jubilación, para la que de todos modos todavía me faltaba.

En realidad sentía que ella y José desaparecieran de mi entorno social, que no era muy abultado. Ambos son gente agradable y generosa de las que tanto escasea.

¿Qué hora es ya?, preguntó inquieta dejando la taza sobre la mesita.  ¡Híjole, las diez y media! exclamó, ya se me fue casi media mañana. Se disculpó por no tener más tiempo que perder charlando boberías y desapareció tan rápido como había venido.

En la premura olvidó el maletín. Lo descubrí en la mañana del día siguiente y me extrañó que Myrna no hubiera notado su ausencia. La llamé al celular de inmediato para advertirla de su olvido. No, me contestó con voz firme, estoy en el trabajo y tengo el maletín conmigo. Su seguridad me desconcertó, colgué y fui a mirar el maletín nuevamente. Era un magnífico ejemplar de cuero color marrón casi nuevo; mirándolo con atención me pareció que era muy parecido al que me había regalado mi hijo una navidad. Estaba sobre la mesa, al lado del computador donde ella había enviado sus solicitudes de trabajo. Lo abrí con cuidado para no mancharlo con la pomada con la que me trataba el eczema de las manos que me había atacado hacía una semana. Adentro encontré una serie de papeles de la oficina de trabajo dirigidos a mi nombre y un ejemplar de los sonetos de Shakespeare que recordé haber encargado en Amazon. En un compartimento transparente interior había una antigua foto de mi hija y mi hijo en unas vacaciones familiares en Málaga. El computador estaba encendido y como fondo de pantalla había un hermoso magnolio en flor.


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