R E L A T O S
REBECA
(2011-2012)

El tren había disminuido su marcha y recorría lentamente los últimos metros que faltaban para llegar a la siguiente parada: Teckomatorp. Algunas luces rompían el oscuro velo de esa tarde de invierno cuya escarcha amenazaba con quedarse pegada a los huesos. Llegando a la estación divisé a Martina. Estaba parada frente a su casa, inmóvil, como sin poder decidir qué hacer. Vivía a pocos metros de la parada del tren en uno de los cuatro apartamentos de una casa de dos pisos que ofrecía en alquiler un campesino de la zona. Hacía más de diez años se había venido a vivir a este pueblo de la región de Escania que pocos conocían y que costaba pronunciar, pero nunca se quedaba más que unos pocos meses porque pasaba largas temporadas en España o en Argentina, y cuando le tocaba estar en Suecia rara vez permanecía en su casa una semana entera.

Sabía de la existencia de Martina desde hacía por lo menos veinte años, pero nunca había compartido con ella una taza de café, o té. Hace unos  tres años, poco después de venirme a vivir a esta zona, la encontré en el tren; recién entonces la empecé a conocer. Era una luchadora intuitiva de la justicia social y de la protección a la naturaleza. Su última causa medioambientalista era "No a Pascua Lama", un proyecto de explotación minera que involucra a Chile y Argentina y que beneficia a una compañía minera con sede en Toronto; precisamente andaba con un volante que reunía firmas de protesta que mandaría no recuerdo dónde. Su posición política era fácil de adivinar: había llegado a Suecia como refugiada  huyendo de las razias del dictador Jorge Rafael Videla. Ya no pertenecía a ningún partido político pero seguía atenta a las injusticias en el mundo y estaba en contra de todo lo que oliera a capitalismo. En sus años de militancia había ejercido como periodista en medios locales, pero de eso ya nadie tenía recuerdos. En Suecia había concentrado su pluma en la poesía, con algunos aciertos que habían sido publicados en antologías de poetas de exilio, pero ya no escribía: no le alcanzaba el tiempo. A veces revisaba papeles y  cuadernillos donde había escrito poesías, algunas traducidas al sueco por un respetado traductor de Cervantes al idioma de Strindberg, pero pronto dejaba aquello de lado: tenía que preparar su próximo viaje.

En España vivía el segundo de sus hijos, pero no era la única razón de sus continuos viajes a ese país. Con su última pareja, un sueco algo menor que ella del que se había enamorado perdidamente, había decidido irse a vivir a un colectivo en una de las Islas Canarias. Allí vivirían de lo que diera la tierra y disfrutarían del calor que ofrece el clima subtropical, no necesitaban más. Sonia padecía de fibromialgia, una dolencia con diagnóstico todavía controvertido, pero que poco a poco se ha ido instalando en el repertorio médico y gracias a eso gozaba de una escuálida pensión por enfermedad. Cuando me da la “pataleta” me quedo tiesa, sabés? apenas me atrevo a respirar, me explicaba una vez que la fui a visitar. La crisis la había sorprendido mientras hacía aseo en la sala y había pasado dos días medio tirada en un sofá sin más compañía que una pequeña radio que encendía dos veces al día para escuchar noticias. No tenía televisor por ahorrarse la licencia y por el gasto extra de luz, su eterna pesadilla.

En Suecia es obligatorio pagar licencia por tener un televisor; con lo que se recauda se financia la radio y televisión estatal sin propaganda, que hasta 1987 era lo único que había en el país. Luego la televisión comercial empezó a ocupar espacio en los televisores suecos pero siguió existiendo la estatal, y consecuentemente la obligación de pagar. Muchos se indignan con esta ley que obliga a desembolsar 90 dólares cada tres meses, y no son pocos los que se aventuran a desafiarla arriesgándose a pasar malos ratos y a pagar multas si son sorprendidos por un inspector que anda husmeando por el sector donde uno vive a la caza de rebeldes. Un amigo que se rehusaba a declarar la tenencia de su viejo televisor por considerarlo una imposición de carácter dictatorial y por lo tanto en contra de su integridad, tuvo una desagradable experiencia cuando imprevistamente alguien golpeó su puerta. Abrió de mala gana y vio a un señor de aspecto respetable. Disculpe joven: ¿está usted muy ocupado? le pregunto amablemente el señor. No, respondió distraído mi amigo, sólo estaba mirando la tele. El amable señor era uno de esos inspectores. Y no sólo los simples mortales pasan malos ratos por esta manía de no querer pagar la licencia, o la manía de cobrar. A una política de derechas que recién había asumido la dirección del ministerio de cultura, a cuyo alero está la institución que cobra las licencias, le costó el puesto cuando se descubrió que había estado engañando al estado evitando pagar la licencia durante varios años. De nada sirvió que reconociera su error y prometiera pagar retroactivo.

Con su apretado presupuesto, la posibilidad de cualquier gasto puede sumir a Martina en minuciosos cálculos que pueden llevarle un buen tiempo; pero sin televisor y sin Internet la comunicación con el mundo se achica y ella se ha dado cuenta de esta desventaja así es que ha estado considerando la posibilidad de adquirir un televisor de segunda mano y pagar la maldita licencia; pero no es algo que esté completamente decidido, ya verá qué hace cuando vuelva a instalarse en su apartamento.

El proyecto del colectivo canario había alcanzado a durar  unos pocos años, los constantes tropiezos del sueco con el alcohol y sus voladas extraterrestres con marihuana fueron haciendo la situación insostenible, hasta que un buen día Martina empacó un poco de ropa y regresó a Suecia. El resto de sus pertenencias las metió en un saco de marinero y lo dejó en casa de una amiga. Le costó un poco acostumbrarse a estar sola en el apartamento, no sabía si seguir allí o mudarse a Malmö, la ciudad donde vivían el mayor y menor de sus hijos, o a un pueblo más cerca de ellos. Hasta ese momento el apartamento de Teckomatorp había sido más bien un lugar de paso pero tenía deseos de rearmarlo, nunca había terminado de decorarlo y arreglarlo por las constantes idas y venidas a España. Después de tanto tiempo seguía teniendo cajas de mudanza llenas de no recordaba qué en la cocina. Sin embargo, encontrarse con gente conocida que vivía en la misma zona la animó a considerar quedarse y dejó de buscar apartamentos en otros lados. Quería empezar por  arreglar la sala, pero la posibilidad de  gastar dinero y energías inútilmente, en caso de que la profecía  maya se cumpliera, la inhibía a  desarrollar ese proyecto. Mejor esperar, de todos modos no estamos lejos de diciembre de 2012, me aclaró cuando sugerí que comprara una alfombra en una visita a una tienda de muebles de segunda mano. No supo decirme exactamente en qué consistía la profecía, pero de lo que sí estaba segura era que algo pasaría, algo que cambiaría el curso de la existencia humana, y a falta de datos concretos me instó a que buscara información en Internet y tomara las precauciones debidas.

Los viajes a España dieron paso a largas temporadas en Argentina. Tras uno de los regresos me invitó a tomar desayuno a un café en un caserío cercano a mi casa, donde se llega en auto o tras una larga caminata. Yo le había hablado del café, que habíamos descubierto con mi amiga Lelis en nuestros recorridos por estos lados, y quería conocerlo. La zona donde vivimos agrupa a  tres pueblos que no pasan los dos mil habitantes cada uno, más una serie de caseríos desperdigados entre un pueblo y otro. Aparte de una reserva natural, el paisaje está dominado por el cultivo de remolacha, trigo y colza, más algunos árboles aquí y allá. Martina suele desaparecer a mediados de otoño y regresar a mediados de la primavera, justo para ver la colza cubrir los campos de amarillo y aprovechar el calor del verano sueco. Trata de eludir el invierno porque le hace mal a los huesos y a los músculos; además se dispara la cuenta de la luz  porque los días empiezan tarde y terminan temprano, y no hay quien aguante el frío sin una buena calefacción, que en este país es principalmente a base de electricidad.

El café es una actividad secundaria de una tienda de decoración estilo new age que ocupa una hermosa casa construida a principio de los años 30 ubicada a la salida en dirección este del caserío Källs Nöbbelöv. No todo lo que ofrece la tienda es de mi gusto; además cada cosa tiene precios inalcanzables para bolsillos modestos como los míos, pero vale la pena visitar el lugar. Su dueña, propietaria también de la casa y del terreno que la circunda, había acondicionado el café en una amplia galería que da a un jardín bordeado de arbustos de lilas y que termina en el canal que recorre el caserío hasta perderse hacia el oeste y desembocar en una pequeña laguna cerca del castillo de los que alguna vez deben haber sido los propietarios de todas estas tierras. Pasé a buscar a Sonia en mi añoso pero fiel Kia a la hora acordada y nos acomodamos en la galería; ella con una taza de té y yo con una de café con leche, que acompañamos con sendos pastelitos de almendras y crema. El día estaba despejado, con un sol radiante que despertaba el optimismo alicaído durante los días de invierno; pero era de esos soles engañosos, que iluminan pero no calientan: todavía había que cuidarse del frío.

Martina me había encargado su correspondencia y me había confiado las llaves de su apartamento durante su ausencia; así es que iniciamos la charla en torno a una cuenta de luz, que le parecía exagerada, considerando las pocas bombillas que tenía en su casa y lo cuidadosa que era ella a la hora de encenderlas; pero como nadie había ocupado el apartamento durante su ausencia, el tema no prosperó y pasamos a otra cosa. De a poco empezamos a adentrarnos en recuerdos familiares. Uno de los motivos de sus viajes a Argentina era la herencia del padre. En realidad, no sabía quiénes eran sus padres biológicos; había sido adoptada por una francesa y un argentino con apellido italiano. De niña nunca sospechó que no fuera hija de sus padres adoptivos, aunque siempre sintió el rechazo virulento de la madre, “la francesa”, como suele llamarla. En cambio sintió el amor compasivo, y tal vez culpable, del padre. En la zona a la que pertenecía el pueblo donde le dijeron que había nacido y donde vivió sus primeros años, las fronteras entre Chile y Argentina eran un concepto difuso,  subordinado a lazos familiares y al trabajo en uno y otro lado. Esto la llevaba a pensar que el padre adoptivo era su verdadero padre y que ella había nacido de una relación de él con una chilena, por eso la francesa no podía disimular su aversión hacia ella. ¿Cómo entender si no tanto odio y tanto castigo físico que había soportado desde que tenía memoria?  ¿Por qué su padre no la defendía de tanto abuso si no era culpable de la paternidad?  Sólo lo vio llorar, sin intervenir, y luego consolarla a escondidas de su mujer.  

¿Cómo se conocieron tus padres?, le pregunté tratando de disimular la rabia e incomodidad que sentía por tanto maltrato de la madre y por la cobardía del padre. La francesa era una mujer hermosa y atractiva, reconoció y siguió reflexionando como si yo no estuviera presente: ¿Qué hacía una mujer como ella en ese pueblo pegado a la Antártida y recién subido a la categoría de ciudad, en vez de buscar un mejor vivir en París? Alguien me contó que había en el pueblo una casa de señoritas de dudosa reputación que funcionaba desde hacía añales en el barrio cercano al puerto; estaba atendida principalmente por personal local cuya clientela eran marineros de paso y habitantes de la zona que pudieran pagar por los servicios ofrecidos. Habrá llegado en algún barco, pero no me la imagino de pasajera adinerada, sino más bien de sirvienta. Se habrá cansado de su trabajo y decidió quedarse, conjeturó. 

El padre trabajaba no recuerda bien en qué, seguramente en los hidrocarburos, era lo que había en ese tiempo en ese lugar. Al parecer ganaba suficiente como para permitirse ciertos gustos, y por qué no, un momento de relajo en la casa de los faroles rojos, dedujo con un dejo de picardía. Sonríe al hablar de su padre, es la única persona de la que sintió cariño: mi viejo no era mal parecido y en ese lugar perdido en la Patagonia argentina no deben haber abundado las bellezas, siguió especulando. No es difícil imaginarse que  mi viejo se  enamorara de la francesa, seguramente la perla de la casa, y quisiera tenerla sólo para él. Al cabo de un asiduo cortejo de algunos meses, la francesa aceptó casarse con mi padre; después de todo, sus mejores años activos en la profesión estarían por terminar y mi viejo debe haber sido de lo mejorcito que habrá visto en la casa, debe haber reflexionado la mina, concluyó Sonia con una pizca de asco. Ya como marido y mujer, e instalados en la casita que el padre de Sonia había alquilado para iniciar su nueva vida, los recién casados se dedicaron al proyecto de formar una familia. Desafortunadamente los esfuerzos no culminaban en hijos biológicos, por lo que al cabo de un par de años decidieron adoptar un bebé y la elegida fue Sonia, que pasó a formar parte de la familia a los pocos días de nacida. Ella nunca supo cómo se enteraron de su existencia ni dónde la recogieron. ¿Habría nacido en Argentina, como le dijeron, o la habrían llevado de Chile, de donde ella presentía que era su verdadera madre? Era su eterna duda.

Martina detiene un momento su recuerdo y va a buscar más té, ahora escoge una bolsita de té verde con leve aroma a flores silvestres. Sus movimientos son lentos y armónicos. No hay personal que atienda el café, cada uno tiene que buscar lo que le apetece en una mesa provista de tazas, platos, servilletas, cucharillas, un termo con café y otro con agua para el té, un jarro con leche y bandejas con distintos pastelitos hechos por la dueña de la tienda. Pone agua en la taza teniendo cuidado de no mojar la etiqueta de la bolsita, escoge otro trozo de pastel y regresa a la mesa. Se la ve bien con esa ropa en tonos malvas y lilas. Se ve que no es ropa nueva ni de última moda;  como casi todo lo que ella usa, es una adquisición en una tienda de ropa de segunda mano, y aunque muchas veces tiene graves desaciertos, ese traje de falda amplia larga, blusa de mangas cortas  y un chaleco tejido en telar con adornos en la parte delantera le dan un aspecto de dama distinguida de otra época. Los surcos de los años recorren sus facciones, pero sigue conservando  la belleza en la que muchos quedaron atrapados. Sus ojos de color verde intenso se mimetizan en el verde del paisaje que nos llega desde fuera del ventanal. Su vista parece atravesar el entorno y volver a fijarse en el pasado lejano. Mirá, me explica sin mover la mirada, cuando yo viví en Comodoro Rivadavia, donde me dijeron que había nacido, no era lo que es hoy; era mucho más chiquito, el boom petrolero empezó después que nos mudamos a Buenos Aires. Volví muchos años después y claro, me costó reconocer, ¿sabés?  Quería ver si podía encontrar a mi madre biológica. Mis padres nunca quisieron decirme nada, pero forzando mi memoria creí recordar que habían hablado de una mujer que vivía cerca de casa y que había tenido que ver con mi adopción. Fui, pero no tenía más datos que un nombre común, y  no supe dónde buscar. Se mantuvo en silencio unos minutos, recorriendo el lugar con la mirada hasta quedar atrapada en una planta de fucsias. Sus ojos iban y venían de una flor a otra, como buscando algún dato olvidado en alguno de esos intensos pétalos rojos que diera luz a su origen. Apenas se advertía el murmullo que llegaba de la tienda; en el café estábamos sólo Sonia y yo. Miró su taza, la tomó entre sus manos y sorbió de su té, saboreó un trozo de pastel, regresó la vista a la maceta que parecía hipnotizarla y continuó recordando: en la capital siguieron los maltratos de la francesa, que por cualquier cosa me pegaba, y todo era aún peor cuando estaba borracha, conducta que  fue siendo pan de cada día con los años. No podía entender la razón de su odio, que no desapareció hasta que murió hace unos quince años. Seguramente el odio terminó por envenenarle el alma y su corazón dejó de palpitar un día que iba por la calle trastabillando después de una de sus borracheras, sentenció con voz ácida. Mi viejo murió muchos años después, pero no pude estar con él sus últimos días, dijo mirándome con sus ojos verdes húmedos pero sin soltar una lágrima. Por entonces yo ya vivía en este país y no tenía de dónde sacar dinero para un pasaje de último minuto. Lamenté no verlo, sigo lamentándolo. Fue el único que me quiso y siempre se preocupó por saber de mí y de mis hijos. Estoy segura que él era mi verdadero padre, concluyó casi convencida.

Como todos los adolescentes, Martina había sufrido una crisis de identidad, en su caso bien fundamentado: no sabía de dónde venía y tenía que soportar un constante maltrato en el seno de  su familia, que había aumentado con el nacimiento de dos hijos biológicos de la pareja. A esas alturas la francesa le había dejado bien en claro que no era su verdadera hija, y además se rehusaba a darle datos sobre su origen. El padre, como siempre, guardaba silencio. Estuvo en sesiones de terapia con psicólogos y psiquiatras, que algo la ayudaron; pero más la ayudó sentirse acogida por un grupo de jóvenes de una organización de izquierda. Allí era una más y lo que hacía por el grupo y la causa era bien recibido y no pocas veces aplaudido. Descubrió que tenía facilidad para escribir así es que se dedicó a redactar noticias y cortos reportajes para los diarios de la organización, al tiempo que iba globalizando su visión política. Viajó a Chile a participar en trabajos voluntarios a principios de los años 70, cuando el socialismo en democracia que proponía Salvador Allende estaba en la mira del mundo. Fue una experiencia feliz: se sintió tratada con una calidez y deferencia que no había conocido en su hogar. Con seguridad así la hubiera tratado su verdadera madre. Pobre, ¿qué problemas tan profundos pudieron haberla obligado a dejar a su hija recién nacida? No la culpaba, pero hubiera querido conocerla. ¿Tendría una cabellera larga y frondosa como la de ella? Recorrió el país hacia el sur con la intención de llegar a Balmaceda, donde pensaba que era originaria la madre, pero  el viaje terminó en Temuco, bien lejos de su meta. Sin embargo estaba contenta con esa experiencia, sentía que había recorrido su segundo país, ya llegaría más al sur.

De regreso en Buenos Aires se casó con un compañero de la organización donde militaba y con él tuvo sus dos primeros hijos. Con ellos llegó a un campamento de refugiados en Suecia a fines de los años 70 y después del tiempo reglamentario se trasladó con su familia a Malmö, la tercera ciudad del país. Allí alquilaron un departamento en Holma, uno de los lugares donde se concentraron los refugiados latinoamericanos a preparar el regreso a la lucha en sus respectivos países: volverían apenas se dieran las condiciones. Al poco andar de la militancia de exilio el marido desapareció tras las faldas de una compañera sueca que no podía disimular su admiración por esos héroes de la revolución latinoamericana recién llegados y quería a toda costa poder lucirse del brazo de uno de ellos; y él, pobre, no pudo resistir caer en la tentación de interpretar ese rol, hasta que quedó obsoleto y la sueca se fue en busca de otra fantasía. Resignada a la pérdida del padre de sus hijos, de apenas 6 y 3 años, Martina decidió retomar las clases de sueco y se inició en la poesía. En una clase de sueco conoció a un chileno del que se enamoró y con el que tuvo su tercer hijo. Desafortunadamente el hombre no estaba muy interesado en relaciones formales de largo aliento, y menos si involucraban hijos ajenos; su plan era regresar a su país apenas pudiera, cosa que hizo, dejando a Martina sola a cargo del hijo. El trajín de esos años la había hecho relegar el deseo de saber de su madre biológica y ojalá conocerla; ahora ya era un poco tarde pensaba, si viviera tendría unos 80 largos.

Terminamos nuestro café, Martina pagó la cuenta y dimos una vuelta por la tienda antes de partir. Se detuvo nuevamente frente a la maceta de fucsias. De esas había en la casa de Comodoro! Ahora recuerdo, exclamó conmovida. Me gustaba tocar los estambres colgantes con las yemas de los dedos y repetía una frase: germinar, germinar que el mundo va a terminar. Cosas de chicos! suspiró sonriente. La dejé en su casa todavía sumida en sus recuerdos y yo pensando en cómo podría ayudarla a investigar sobre el paradero de su madre. Quedamos en vernos otro día.

Los pocos meses de su estadía en Suecia pasaron volando; apenas la vi en ese tiempo. Un día la fui a buscar para que me acompañara a recoger a Sophie, mi gata, a una granja cuyos dueños querían deshacerse de la última camada de gatos recién paridos. El día anterior había visto circular una laucha en la cocina, pese a las 7 cajas de veneno que había puesto por todos lados. Necesitaba ayuda para traer a la gatita y pensé en Martina. Había intentado llamarla al celular antes, pero como sabía que ella no siempre conecta el aparato por miedo a que las ondas magnéticas le afecten la salud me arriesgué a ir sin previo aviso. Se aprontó rápidamente y se acomodó en el asiento del copiloto de muy buena gana. Martina tiene la gran virtud de estar siempre dispuesta a dar una mano. La granja quedaba a 10 minutos de casa pero llegamos en 35, después de repetidas llamadas telefónicas pidiendo ayuda para orientarnos. El paisaje se parece un poco al lugar donde mi hijo mayor compró una casita en la provincia, comentó Martina para sacarme de mi enfado por no dar con el lugar. Pero claro, ya sabés cómo es allá de desordenado todo, y la casita necesita mucho arreglo, pero hay algo que me la recuerda; tal vez estos caminos de tierra que no se sabe dónde terminan, concluyó. Otra cosa es la que dejó papá y de la que se apropió uno de sus hijos, recordó, y siguió: no hay testamento así es que me corresponde un tercio de la casa; pero como sé que ese hijo no tiene donde vivir me conformaría con que permitiera que me quedara en una pieza cuando voy a la capital. Cada vez que viajo a la Argentina intento arreglar eso, pero cada vez los abogados me envuelven con explicaciones que no termino de entender y cuando llega la hora de regresar todo sigue igual. Seguramente tendría que contratar nuevos abogados apenas llegara a Argentina la próxima vez, a ver si apuraban la causa. El episodio de la gata terminó bien, pero la laucha que había visto pasearse por la cocina el día anterior volvió a asomarse mientras estábamos las dos preparando algo para comer. Con gran alharaca logramos reducirla a palos y ahogarla con litros de agua, que inundaron la cocina. Cuando la dimos por muerta, las dos temblábamos; aquello había sido un asesinato, pero en defensa propia. El temor a que la laucha nos atacara, a cada una por separado o a las dos a la vez, había cerrado el compartimento de la lógica. La gata, recién llegada, no se enteró del incidente, pero luego cumplió perfectamente con su deber, o el veneno hizo su parte. No vi aparecer ninguna laucha más en casa.

Martina seguía viajando a Malmö todas las semanas a ver a sus hijos, donde se quedaba tres o cuatro días cada vez. Disfrutaba de sus dos nietas, hijas del hijo mayor, y con mucho gusto se quedaba con ellas para que sus padres salieran a divertirse. Sus hijos son lo que más le atrae de Malmö, pero la ciudad también tiene otros encantos que Martina aprecia: el casco antiguo, la costanera y el poder bañarse en la playa los días soleados, aparte de encontrarse con amigas y participar en eventos solidarios, que era lo que va quedando de la militancia de otros años. También le gustaba visitar galerías de arte y regalarse con un tiramisú en la cafetería que ofrece delicias italianas y bautizada originalmente Italia, ubicada en pleno barrio nuevo del puerto oeste y a pocos metros del rascacielos de Santiago Calatraba, el Tourning Torso, nuevo símbolo de la ciudad. El tiramisú era lo único que la hacía romper su regla de proscribir el café de su repertorio nutritivo por contener elementos dañinos para la salud y perjudicar su sueño, pero era una torta que la hacía reencontrase con su viejo. Aunque la atraía Malmö el smog de la ciudad terminaba por ahogarla y regresaba a Teckomatorp, en pleno campo abierto, donde el aire es más puro.

De pronto ya era hora de programar su siguiente viaje. Mucho que arreglar y gente que visitar antes de la partida. La pasé a buscar a su casa  y nos despedimos con un agradable almuerzo en una café de uno de los tantos caseríos de la zona donde se especializan en sopas, panecillos  de canela y otras delicias caseras, todo servido primorosamente y atendido por dos ancianas encantadoras. Pese a lo aislado del lugar, siempre hay gente disfrutando del ambiente tradicional que mantiene la “Skånelänga”, una casa campesina de arquitectura típica de Escania (Skåne), sur de Suecia, con planta alargada (länga) formada por varias habitaciones pequeñas conectadas por un pasillo. El café tiene cinco salitas con dos o tres mesas adornadas con objetos de uso de esos años: paños bordados, tapices, cuadros con escenas costumbristas y objetos de uso campesino adosados a las paredes. Nos instalamos en la sala que sigue a la tiendita de suvenires y la cocina, al calor de una salamandra que deja ver el fuego y ordenamos sopa de langostinos, que nos sirvieron acompañada con una bandeja con panecitos, mantequilla, queso, rodajas de tomate, pepino  y pimiento rojo, una combinación bien sueca. Terminamos el almuerzo con café para mí y té para Martina, más un galletita.
Esta vez no me quedé a cargo de su correspondencia porque había encontrado a otra persona que vivía más cerca de su casa para recoger el correo y asegurarse que todo estuviera en orden en su apartamento. Se iría por Perú porque el pasaje era más barato que a Buenos Aires. En Lima tenía unos amigos donde pensaba quedarse unos días antes de seguir viaje. No tenía todo el recorrido definido, pero lo más probable era que viajara en bus hasta Santiago, donde también tenía amigos, que tendría que ubicar porque hacía tiempo no sabía de ellos. Se sentiría bien en Chile, con tantos lindos recuerdos que le gustaría revivir; luego, tomaría un bus a Buenos Aires. El tramo Santiago - Buenos Aires duraba casi un día entero, pero atravesar la cordillera era un espectáculo emocionante y digno de vivir y repetir, y claro, salía mucho más económico que viajar en avión. También podía ser que de Lima se fuera a La Paz a ver cómo iba el proceso de Evo, no le gustaban los ataques a su política que había recibido últimamente y quería percibir personalmente el ánimo de la gente. Tenía amigos en Bolivia y, si no los encontraba, seguramente habría más de un compañero que la recibiría en su casa por unos días, mientras preparaba la siguiente jornada.

Extrañamente, mientras en Suecia la irritaban los atrasos de los trenes, que el último tiempo se había vuelto una mala costumbre, durante el viaje el tiempo adquiría una dimensión diferente, los días y las horas tenían otra dinámica, el espacio mismo adquiría otra contextura. En realidad no había tiempo ni espacio sino que vivía un estado simbiótico con lo que la rodeaba. Podía recorrer cientos de kilómetros en un bus incómodo, o esperar horas eternas por un cambio de bus en la estación de un pueblo desconocido para ir a cualquier lugar donde tenía amigos, a los que sorprendía con su llegada. Atravesaba la cordillera transformándose en montaña y nieve, deambulaba por la ciudad y era cada transeúnte, iba a un pueblo costero y era arena, pez y agua, caminaba por bosques y era hoja, flor y canto de pájaro. Recogía yerbas para sanar dolencias del alma y del cuerpo y se dejaba llevar por los caminos sin emprender el rumbo que ella más anhelaba.

La dejé en su casa, nos deseamos buena suerte y hasta su regreso, que no sabía bien cuándo sería, porque dependía de cómo se dieran las cosas. Le deseé buena suerte con el trámite de la herencia y que ojalá le diera el tiempo para ir a Comodoro para buscar pistas sobre la madre.

Seis meses más tarde, cuando empecé a ver los campos cubiertos de colza con sus flores de amarillo intenso empecé a preguntarme cuánto tardaría Martina en llamarme. Como adivinando mis pensamientos recibí un escueto e-mail contándome que retrasaría su regreso y que tenía novedades familiares. Esto despertó nuevamente mi fantasía y deseos de que esto significara noticias de su madre.